ENEMIGO ÍNTIMO
Hay tardes en que todo
huele a enebro quemado
y a tierra prometida.
Tardes en que está cerca
el mar y se oye
la voz que dice: “Ven”.
Pero algo nos retiene
todavía
junto a los otros: el
amor, el verbo
transitivo, con su pequeña
garra
de lobezno o su esperanza
apenas.
No ha llegado el momento. La
partida
no puede improvisarse,
porque sólo
al final de una savia
prolongada,
de una pausada sangre,
brota la espiga desde
la simiente enterrada.
En esas largas
tardes en que se toca casi
el mar
y su música, un poco
más y nos bastaría
cerrar los ojos para
morir. Viene
de abajo la llamada, del
lugar
donde se desmorona la
apariencia
del fruto y sólo queda su
dulzor.
Pero hemos de aguardar
un tiempo aún: más labios,
más caricias,
el amor otra vez, la
misma, porque
la vida y el amor
transcurren juntos
o son quizá una sola
enfermedad mortal.
Hay tardes de domingo en
que se sabe
que algo está consumándose
entre el cálido
alborozo del mundo,
y en las que recostar
sobre la hierba
la cabeza no es más que un
tibio ensayo
de la muerte. Y está
bien todo entonces, y se
ordena todo,
y una firme alegría nos
inunda
de abril seguro. Vuelven
las estrellas el rostro
hacia nosotros
para la despedida.
Dispone un hueco exacto la
tierra se percibe
el pulso azul del mar. “Esto
era aquello”.
Con esmero el olvido ha
principiado
su menuda tarea…
Y de repente
busca una boca nuestra
boca, y unas
manos oprimen nuestras
manos y hay
una amorosa voz
que nos dice: “Despierta.
Estoy yo aquí. Levántate”.
Y vivimos.
Antonio Gala
Cuadro: "Angustia compartida" de Miguel O. Menassa