INVOCACIÓN AL LAUREL
A Pepe
Cienfuegos
Por
el horizonte confuso y doliente
venía
la noche preñada de estrellas.
Yo,
como el barbudo mago de los cuentos,
sabía
el lenguaje de flores y piedras.
Aprendí
secretos de melancolía,
dichos
por cipreses, ortigas y yedras;
supe
del ensueño por boca del nardo,
canté
con los lirios canciones serenas.
En
el bosque antiguo, lleno de negrura,
todos
me mostraban sus almas cual eran:
el
pinar, borracho de aroma y sonido;
los
olivos viejos, cargados de ciencia;
los
álamos muertos, nidales de hormigas;
el
musgo, nevado de blancas violetas.
Todo
hablaba dulce a mi corazón
temblando
en los hilos de sonora seda
con
que el agua envuelve las cosas paradas
como
la telaraña de armonía eterna.
Las
rosas estaban soñando en la lira,
tejen
las encinas oros de leyendas,
y
entre la tristeza viril de los robles
dicen
los enebros temores de aldea.
Yo
comprendo toda la pasión del bosque:
ritmo
de la hoja, ritmo de la estrella.
Mas
decidme, ¡oh cedros!, si mi corazón
dormirá
en los brazos de la luz perfecta.
Conozco
la lira que presientes, rosa:
formé
su cordaje con mi vida muerta.
‘Dime
en qué remanso podré abandonarla
como
se abandonan las pasiones viejas!
¡Conozco
el misterio que cantas, ciprés;
soy
hermano tuyo en noche y en pena;
tenemos
la entraña cuajada de nidos,
tú
de ruiseñores y yo de tristezas!
¡Conozco
tu encanto sin fin, padre olivo,
al
darnos la sangre que extraes de la Tierra,
como
tú, yo extraigo con mi sentimiento
el
óleo bendito que tiene la idea!
Todos
me abrumáis con vuestras canciones;
yo
sólo os pregunto por la mía incierta;
ninguno
queréis sofocar las ansias
de
este fuego casto que el pecho me quema.
¡Oh
laurel divino, de alma inaccesible,
siempre
silencioso, lleno de nobleza!
¡Vierte
en mis oídos tu historia divina,
tu
sabiduría profunda y sincera!
¡Árbol
que produces frutos de silencio,
maestro
de besos y mago de orquestas,
formado
del cuerpo rosado de Dafne
con
savia potente de Apolo en tus venas!
¡Oh
gran sacerdote del saber antiguo!
¡Oh
mudo solemne cerrado a las quejas!
Todos
tus hermanos del bosque me hablan;
¡sólo
tú, severo, mi canción desprecias!
Acaso,
¡oh maestro del ritmo!, medites
lo
inútil del triste llorar del poeta.
Acaso
tus hojas, manchadas de luna,
pierdan
la ilusión de la primavera.
La
dulzura tenue del anochecer,
cual
negro rocío, tapizó la senda,
teniendo
de inmenso dosel a la noche,
que
venía grave, preñada de estrellas.
Federico
García Lorca