NO PUDIMOS SER
No pudimos ser. La tierra
no pudo tanto. No somos
cuanto se propuso el sol
en un anhelo remoto.
Un pie se acerca a lo
claro.
En lo oscuro insiste el
otro.
Porque el amor no es
perpetuo
en nadie, ni en mí
tampoco.
El odio aguarda un
instante
dentro del carbón más
hondo.
Rojo es el odio y nutrido.
El amor, pálido y solo.
Cansado de odiar, te amo.
Cansado de mar, te odio.
Llueve tiempo, llueve
tiempo.
Y un día triste entre
todos,
triste por toda la tierra,
triste desde mí hasta el
lobo,
dormimos y despertamos
con un tigre entre los
ojos.
Piedras, hombres como
piedras,
duros y plenos de encono,
chocan en el aire, donde
chocan las piedras de
pronto.
Soledades que hoy rechazan
y ayer juntaban sus
rostros.
Soledades que en el beso
guardan el rugido sordo.
Soledades para siempre.
Soledades sin apoyo.
Cuerpos como un mar voraz,
entrechocando, furioso.
Solitariamente atados
por el amor, por el odio,
por las venas surgen
hombres,
cruzan las ciudades,
torvos.
En el corazón arraiga
solitariamente todo.
Huellas sin campaña quedan
como en el agua, en el
fondo.
Sólo una voz, a lo lejos,
siempre a lo lejos la
oigo,
acompaña y hace ir
igual que el cuello a los
hombros.
Sólo una voz me arrebata
este armazón espinoso
de vello retrocedido
y erizado que me pongo.
Los secos vientos no
pueden
secar los mares jugosos.
Y el corazón permanece
fresco en su cárcel de
agosto
porque esa voz es el arma
más tierna de los arroyos:
“Miguel: me acuerdo de ti
después del sol y del
polvo,
antes de la misma luna,
tumba de un sueño
amoroso!.
Amor: aleja mi ser
de sus primeros escombros,
y edificándome, dicta
una verdad como un soplo.
Después del amor, la
tierra.
Después de la tierra,
todo.
Miguel Hernández
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